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Eventos del día a día

Agosto 2021

Homilía pronunciada por el Emmo. Sr. Cardenal Carlos Aguiar Retes, Arzobispo Primado de México

Siempre es justo el Señor en sus designios y están llenas de amor todas sus obras. No está lejos de aquellos que lo buscan; muy cerca está el Señor, de quien lo invoca: Señor, que todos tus fieles te bendigan”.

La transmisión de responsabilidades y la mano de Dios en sus intervenciones contempla el bien de todos sus hijos. Recogió a Mons. Francisco Daniel porque lo amaba, y quiso que nos ayudara en una fase muy difícil para la tarea episcopal y lo hizo adecuadamente, su breve colaboración fue un gran aporte y es lo que ciertamente Dios tenía previsto. Ahora goza de su amor eternamente: ¡Demos gracias al Señor, porque es eterna su misericordia!

En su lugar, Dios Padre nos regala en la persona de Mons. Andrés Luis, una sustitución que enriquece la mirada conjunta del actual equipo episcopal, que me corresponde presidir, al servicio de esta Arquidiócesis de México.

Tanto Mons. Daniel como Mons. Andrés Luis han sido antes de la elección episcopal, sacerdotes ejemplares y con visión de Iglesia, que en la experiencia de vida y de ministerio han manifestado la indispensable comunión con sus colaboradores, en favor de los fieles.

Mons. Andrés Luis ha aceptado seguir la experiencia de vivir juntos los Obispos Auxiliares, y compartir las alegrías y las preocupaciones, los gozos y las esperanzas, al poner en comunicación constante, el ejercicio de sus específicas responsabilidades; lo cual, ha enriquecido la comunión eclesial, que tanto beneficia a nuestros fieles, a nuestros presbíteros y diáconos, y a los agentes de pastoral, consagrados o laicos.

Los Obispos somos el Colegio de los Sucesores de los Apóstoles, y como tal, necesitamos para cumplir nuestras responsabilidades, sumarnos y tenernos en cuenta unos a otros; presididos por el Sucesor de Pedro, en este tiempo en la Persona del Papa Francisco.

Hemos escuchado en el Evangelio la alabanza que Jesús expresa en su encuentro con Natanael: “Éste es un verdadero israelita, no hay engaño en él”, de ahí la promesa que le pronostica “mayores cosas has de verel cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.

Se trata de un auténtico israelita, en quien no hay doblez, no acepta alabanzas gratuitas, y su limpio y honesto corazón le permite descubrirse ante Jesús, quien conoce su interior; y desde la intimidad le abre el camino de crecer y desarrollar todos los sueños y maravillas, que solo Dios es capaz de generar: Vas a ver cosas más grandes que éstas.

A través del Hijo del Hombre es posible relacionar el cielo con la tierra, y poner en comunicación vital y constante a Dios con el Hombre. Por eso el caso de Natanael es muy ejemplar para un Sucesor de los Apóstoles.

En esta Fiesta de San Bartolomé, uno de los doce Apóstoles, invito a todos los aquí presentes a dar gracias a Dios, Padre providente, que ha manifestado su amor y su misericordia entre nosotros, al concedernos en la persona de Mons. Andrés Luis un nuevo Obispo Auxiliar para ejercer su ministerio en servicio de esta Arquidiócesis Primada de México.

Recitemos agradecidos esta estrofa del Salmo 144: ¡Que te alaben, Señor, todas tus obras y que todos tus fieles te bendigan, que proclamen la gloria de tu reino y den a conocer tus maravillas!

Escuchemos ahora en qué consiste el ministerio episcopal, encomienda que hoy recibirá nuestro hermano Obispo Andrés Luis.

Junio 2021

Homilía pronunciada por S.E.R. Cardenal PIETRO PAROLIN

Secretario de Estado

Homilía en la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe

20 junio 2021

[Señor Cardenal,

Hermanos en el Episcopado

Distinguidas Autoridades,

Queridos Sacerdotes, Religiosos y Religiosas,

Hermanos y Hermanas en el Señor,]

Vuelvo siempre con mucha emoción interior a esta Basílica, corazón espiritual de México, para arrodillarme ante la venerada imagen de Santa María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, con la misma fe y el mismo amor que he visto en el rostro y en los ojos de tantos mexicanos durante los años de mi permanencia en esta tierra.

Aquí donde la Virgen María ha querido permanecer estampada en el ayate de san Juan Diego, para manifestarse y mostrarse como Madre espiritual de todos, resuenan como consuelo y aliento sus palabras, verdadero bálsamo para todo corazón afligido e inquieto: «¿No estoy yo aquí que soy tu madre? Oye y ten entendido, hijo mío, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, ¿no estoy aquí, que soy tu Madre.»[1] .

La última vez que estuve aquí, acompañaba al Santo Padre Francisco, en su memorable viaje en febrero de 2016. Hoy les traigo su cariñoso saludo y su bendición apostólica. De esa visita recordamos el largo tiempo que el Papa transcurrió en oración silenciosa ante la imagen de la Virgen, un diálogo intenso del hijo con su madre, de un hijo que ha sido llamado a ser padre y pastor, y por esto tiene particular necesidad del sostén y la intercesión de Aquella a quien proclamamos como Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. Por esta razón, rezamos por el Papa, tal como él siempre lo pide a los fieles, a la vez que escuchamos su llamada a vivir un tiempo de gracia en toda la Iglesia, preparando y realizando el próximo Sínodo de los Obispos sobre el tema: Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión. Deseo, al mismo tiempo, agradecer a los Obispos mexicanos por el esfuerzo que ya están cumpliendo en la promoción de un verdadero espíritu sinodal, tanto a nivel diocesano como a nivel de Conferencia Episcopal.

De la visita del Santo Padre recordamos también sus palabras cuando dijo que el pueblo es el verdadero santuario que Santa María de Guadalupe pide que se construya incesantemente: «El santuario de Dios es la vida de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes […] expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas y riesgosas, de los ancianos […] de nuestras familias que necesitan construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen a nuestros caminos»[2], sobre todo, los rostros sufrientes que nos duelen, como los migrantes, los excluidos, los que están sometidos por las drogas, los jóvenes sin oportunidades, los niños abandonados en nuestras grandes ciudades.

Reunidos este Domingo para celebrar el Día del Señor, hemos escuchado en el Evangelio de san Marcos la escena de aquella barca en la que iban Jesús y sus discípulos cruzando el lago, hasta que, de pronto, de manera inesperada, quedó en medio de fuertes vientos y sacudida por las olas que casi la hundían, ante el temor de todos y la aparente ausencia de Jesús quien dormía profundamente. Sin embargo, frente la súplica de los discípulos, bastó una palabra de Jesús para regresar la calma y la tranquilidad. Es entonces cuando Jesús le da el sentido pleno a toda esta situación cuestionando a sus discípulos: «¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?» Esa barca en medio de la tormenta es símbolo de tantas circunstancias que debemos experimentar de manera personal y social, en nuestras familias y en nuestras naciones, en nuestras comunidades y en la Iglesia toda.

No podemos dejar de pensar en lo que estamos viviendo en nuestros días a causa de esta pandemia. Esta nueva realidad, que ha azotado al mundo entero, nos ha hecho sentir nuestra fragilidad humana, paralizando nuestras actividades, afectando nuestra salud y llenando de luto a muchas familias, ante la aparente ausencia de Dios. En medio de tantas pruebas, la Iglesia, como familia de familias, ha tratado de estar cerca, de acompañar, de orar, de interceder por tantas personas heridas no solo en su cuerpo sino también profundamente en su espíritu. También hoy nuestra súplica ha llegado a los oídos de Dios como un grito casi desafiante: Señor, ¿dónde estás?, Maestro, ¿por qué estás durmiendo? Y el Señor nos ha hecho sentir nuevamente su presencia a través de la generosidad y el servicio de tantas buenas personas, que nos han asistido espiritual y físicamente, personas dedicadas que han sabido compartir, que nos han acompañado con la oración. Sí, incluso en este tiempo de prueba, el Señor se ha dado a conocer, nos ha levantado, nos está levantando, para construir juntos el futuro de nuestras comunidades y del mundo entero.

Estando aquí, ante la Emperatriz de las Américas, cómo no pensar también, al contemplar la barca sacudida por los vientos y las olas, en la situación que México, como muchos otros países latinoamericanos, vive desde hace muchos años: la desigualdad social, la pobreza, la violencia del crimen organizado, la división por causas políticas, sociales y hasta religiosas. Un México que tiene necesidad de reconciliarse consigo mismo, de reencontrarse como hermanos, de perdonarse mutuamente, de unirse como sociedad superando la polarización. Un México que sepa mirar a su historia para no olvidar la gran riqueza de sus raíces y la herencia recibida en los valores que han forjado su identidad a lo largo de muchas generaciones. Como creyentes, reconocemos que el encuentro con Jesucristo ha sido y continúa siendo el don más valioso y trascendente para los pueblos y las culturas de esta Nación y del continente americano. Para abrir mejores caminos hacia el futuro, un futuro de reconciliación y de armonía, tenemos que consolidar y profundizar nuestra fe en Jesucristo.

Necesitamos también nosotros aquella fe que nos pide Jesús en el Evangelio de hoy, contra todo desaliento, temor o desconcierto. Necesitamos que nuestra fe en Cristo resucitado, nos ayude a ser constructores de una mejor sociedad a partir de nuestras propias familias y desde el lugar que ocupamos en la vida pública.

Tenemos necesidad de la fe de María, de aquella fe por la cual ella es grande y por la cual es bienaventurada como la saludo su prima Santa Isabel: “Feliz de ti que has creído”. Una fe profunda, una fe convencida, una fe coherente, una fe operante, una fe que se transforme en testimonio de vida porque, lo sabemos, la separación -y tal vez la contradicción- entre fe y vida es uno de los más graves escándalos que los cristianos pueden dar al mundo. Es mejor ser verdaderamente cristianos que sólo llamarse tales, decía San Ignacio de Antioquía. María es un verdadero modelo de esta fe, ella que escucha la Palabra, la acepta y la realiza (Cfr. Lc 1, 38), que medita la Palabra en su corazón (Cfr. Lc 3,51) y sale al encuentro de los demás (Cfr. Lc 1,39-40), que sigue a Jesús hasta la Cruz (Cfr. Jn 19,25), e iluminada con la resurrección, permanece unida en la oración con todos los discípulos hasta ser transformados con la experiencia del Espíritu Santo (Cfr. Hch 1,14). 

Es esta la intención principal por la cual deseo rezar en este día, junto con todos ustedes que participan de esta celebración. En el día del Padre, confiamos a todos los padres también a la intercesión de María y de su esposo San José, de quien celebramos el año jubilar, reconociendo la delicada y compleja misión que los padres cumplen en corazón de sus familias y en la sociedad. Una misión que se ha vuelto hoy día más difícil.

Pidamos, finalmente, a Nuestra Madre, Santa María de Guadalupe, que ha venido a nuestro encuentro en el Tepeyac para congregarnos como hermanos alrededor de Jesús, que la Iglesia, que peregrina en México y en todo el mundo, renueve su fe y logre dar el buen testimonio de Cristo, manifestando su amor misericordioso para todos los hombres. Amen.

[1] Cf. Texto del Nican Mopohua.

[2] FRANCISCO, Homilía en la Santa Misa, Basílica de Guadalupe, 13 de febrero de 2016.

Homilía pronunciada por el Emmo. Sr. Cardenal Carlos Aguiar Retes, Arzobispo Primado de México.

“Cuando Israel era niño, yo lo amé. Yo fui quien enseñó a andar a Efraín, yo quien lo llevaba en brazos. Pero no comprendieron que yo cuidaba de ellos, yo los atraía hacia mí con los lazos del cariño, con las cadenas del amor. Yo fui para ellos como un padre que estrecha a su criatura y se inclina hacia ella para darle de comer”

Que importante es y será, para ustedes queridos ordenandos, recordar siempre que el Señor Dios Nuestro Padre, los eligió y los llamo a servir a sus hermanos, mediante el sacerdocio ministerial que hoy reciben en el grado de diáconos, pero que esperan más adelante alcanzar el grado de presbíteros, para ser testigos del amor misericordioso de Dios, proclamadores y conductores del pueblo de Dios, para hacer presente el reino de Dios entre nosotros y edificar la civilización del amor.

Para ello, ustedes se han preparado por años, bajo la conducción y ayuda de sus formadores, para en nombre de Jesús, y en comunión con su presbiterio y su obispo, enseñar a quien no ha aprendido la manera de seguir a Jesús, a cuidar con afecto y cariño a su comunidad parroquial, a ser “padre en la fe” de quienes sean encomendados a su responsabilidad. A darles el alimento de la Palabra de Dios, de la sana doctrina y del magisterio pontificio y episcopal. A orientarlos, motivarlos y acompañarlos en el servicio de la caridad, especialmente con los pobres, indigentes, enfermos, migrantes, reclusos, desorientados o angustiados y desamparados en general.

Para ello, es necesario tener presente que dicho cumplimiento les será siempre posible realizarlo alegremente, con entusiasmo y esperanza, si lo llevan a cabo en comunión con los demás diáconos y presbíteros, en coordinación con mis colaboradores en las distintas instancias del gobierno de nuestra querida Arquidiócesis y bajo la conducción de un servidor como su Obispo. Será así como demos respuesta laudable y eficiente en beneficio de nuestros fieles católicos y de nuestra sociedad en general.

La recepción del Orden del Diaconado en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, les recordará que del costado atravesado por la lanza, brotó sangre y agua, como expresa san Juan: “al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza, e inmediatamente salió sangre y agua”. Símbolo del sacramento admirable de su Iglesia, que nace, la Iglesia nace, mediante la entrega de su vida. Así debe ser la de ustedes, miembros de la Iglesia para el servicio de los demás, mediante la entrega de su vida en la caridad y en el acompañamiento a los fieles.

Pero además, en particular, mediante el agua, símbolo del bautismo, y mediante la sangre derramada en la cruz, símbolo de la Eucaristía. Con esta experiencia de vida, podrán expresar, como hoy escuchábamos a san Pablo, podrán reconocer y transmitir a sus fieles, con su entrega generosa y su confesión de fe, diciendo como él: “me arrodillo ante el Padre de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra”, para que conforme a los tesoros de su bondad, les conceda que su Espíritu los fortalezca interiormente y que Cristo habite por la fe en sus corazones.

Así, arraigados y cimentados en el amor, podrán comprender con todo el pueblo de Dios, la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo y experimentar ese amor que sobrepasa todo conocimiento humano, para que así, queden ustedes colmados con la plenitud misma de Dios.

Que así sea.

Mayo 2021

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